19 años no son nada
River sale a la cancha ante un Monumental repleto, rodeado
de papeles, fuegos artificiales y más de sesenta mil personas, una gran fiesta
que permanecerá en la retina de los hinchas millonarios por siempre.
Lejos,
a unos 600 kilómetros de Núñez, un niño de apenas seis años se une a la fiesta
mediante un viejo televisor de tubo que parece hipnotizarlo. Sin embargo,
alrededor de una hora después, en Núñez comienza el segundo tiempo y el niño
duerme, su fanatismo aún no logra vencer las órdenes de su madre, que siguiendo
las indicaciones del noticiero de las 20, envía al pequeño a dormir para
cumplir con las ocho horas que debe descansar antes de ir a la escuela.
A
la mañana siguiente, su padre lo despierta con la noticia: River es campeón de
la Copa Libertadores. El niño festeja, da una vuelta olímpica alrededor de la
habitación como le enseño su papá, desayuna con la repetición de su capitán
levantando la copa, y luego, apurado por mamá, parte hacia la escuela con una
sonrisa poco habitual a esas horas de la mañana.
River
sale a la cancha y es una fiesta, más de sesenta mil almas saltan y gritan
alentando al equipo, pero también a ellos mismos, saben que su papel en esta
final es fundamental para volver a colocar la Libertadores en sus vitrinas.
En
un rincón de la Sívori Alta se encuentra un joven de unos 25 años eufórico, un
fanático de River que aún no se da cuenta que esta por ser testigo de una de
las páginas más gloriosas de su club. Un club al que le tocó llegar al fondo
deportiva e institucionalmente, pero que a partir de allí se reposicionó como
el gigante que es.
Los
noventa minutos pasan en medio de una lluvia torrencial que azota Buenos Aires,
y el conjunto millonario se consagra 19 años después de aquel último beso con
su amor más deseado. Sí, 19 años tuvieron que pasar entre aquel niño que -por
orden de su madre- no pudo ver más que el primer tiempo ante América de Cali, y
este joven adulto que, ahora en la popular, está empapado pero de gloria luego
del 3 a 0 sobre Tigres.
La
noche se hizo larga, el festejo fue interminable en el estadio y más tarde en
las calles porteñas, este muchacho que ya no vive en el interior, se acuesta
pero no duerme por miedo a que se le borre la sonrisa.
Las
horas avanzan lentamente como la fiebre en su cuerpo, pero ni siquiera se
entera, lo que siente es tan grande que nada puede opacarlo. Sin cerrar un ojo
más que para pestañear, se levanta y va a trabajar apurado, lo único que tiene
en su mente es enfrentar a quienes disfrutaron durante 19 años, a esos que
cuando el gigante se durmió bailaron a su alrededor, pero hoy que está
despierto no saben dónde ocultarse.
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